
Vea aquí el video de la serie peruana «Nuestro Héroes de la Guerra del Pacífico – La Batalla de Tarapacá»
Tomás Caivano
Victoria en Tarapacá: «Belisario Suárez iba adelante en su ágil caballo blanco. Era el punto de mira de todo el ejército, electrizado por el ejemplo.»
Cuatro días después de la batalla de San Francisco, los chilenos alcanzan al ejército peruano en Tarapacá. – Esperan refuerzos. – Contingentes respectivos de los ejércitos. – El ejército peruano estaba desorganizado. – Tarapacá. – Sorpresa y valerosa defensa de los peruanos. – El historiador Vicuña Mackenna quiere atenuar la derrota de los chilenos. – Los peruanos, aun faltándoles municiones, obtuvieron una espléndida victoria. – Porque no aprovechó en modo alguno al Perú. – Los peruanos se dirigen a Arica. – Fanfarronadas chilenas. – El desierto de Tarapacá queda en poder de los chilenos.
Después del simulacro de batalla de San Francisco, el ejército chileno permaneció inactivo, como si estuviese clavado en sus posiciones, por espacio de cuatro largos días; mientras todo exigía que se hubiese puesto inmediatamente en persecución del enemigo, desde la misma noche del 19: la posición de éste era tan triste que, una vez alcanzado, hubiera acabado necesariamente por rendirse. El Estado Mayor chileno no salió de su torpor sino en la mañana del 24, enviando una pequeña fuerza de caballería e infantería por el camino que atravesaran cuatro días antes las tropas peruanas.
Esta fuerza llegó sin inconvenientes a Tarapacá; y sabiendo que el enemigo se encontraba provisoriamente acampado allí, en tan deplorables condiciones de hacer suponer que, incapaz de batirse, se habría necesariamente rendido al simple acercarse de una división enemiga, por débil que fuese, su primera idea fue la de adelantarse inmediatamente, e intimarle la rendición. Después, escuchando consejo más prudente, decidió esperar, antes de intentar la empresa, los refuerzos que diligentemente pidió y obtuvo del cuartel general; y al amanecer del 27, con la completa confianza de hacer prisionero al enemigo sin disparar un tiro, se presentaron los chilenos sobre las alturas que dominan la pequeña aldea de Tarapacá. Sus fuerzas las hacen ellos ascender a 2,500 hombres, entre caballería e infantería, y diez cañones; los adversarios dicen por el contrario que fueron más de 5,000. A nuestro juicio, ambas cifras son equivocadas: es un hecho, que el combate de Tarapacá fue sostenido por la división Arteaga, que el 19 trajo consigo de Pisagua el General en Jefe, y que se quedó en Jazpampa, cuando la retirada y dispersión del ejército de los aliados hizo inútil su presencia en San Francisco; y puesto que resulta de los documentos y partes oficiales chilenos, que dicha división se componía entonces de 3,500 hombres (1), todo dice y hace creer que éste precisamente, aumentado con los 400 hombres que habían salido antes de Dolores, fuese el número de los chilenos que tomaron parte en la jornada de Tarapacá, es decir 3,900 entre todos.
En cuanto a los peruanos, no pasaban de 5,000, de los cuales, cerca de 3,600 se encontraban en la aldea misma de Tarapacá, y 1,400 unas cuantas millas más allá, en Pachica, en marcha para Arica; de manera que las primeras seis horas de combate, comenzando desde las nueve de la mañana, fueron sostenidas únicamente por los 3,600 hombres que se hallaban en Tarapacá. La división de Pachica tuvo noticia de la llegada de los chilenos en Tarapacá, en el momento mismo en que comenzaba la lucha, mientras se preparaba a continuar su marcha hacia Arica: no pudo encontrarse sobre el campo de batalla sino a las tres de la tarde; y como fácilmente se comprende fue la que decidió del éxito de la jornada (2).
Atendiendo a los precedentes de San Francisco y al lamentable estado en que se encontraban los batallones peruanos en Tarapacá la confianza que animaba a los chilenos, de hacerlos prisioneros con poca o ninguna fatiga, no era completamente sin fundamento.
En dirección a Arica, donde principalmente los empujaba la falta de vituallas, el hambre que lentamente los consumía desde tantos días, los peruanos se habían detenido en Tarapacá con el solo objeto de hallar un poco de reposo después de tantos días de largas y fatigosas marchas, y de esperar a la quinta división que había salido la última de Iquique, para entrar reunidos en Arica. Esta división, caminando a marchas más que forzadas en un desierto impracticable, por seis días consecutivos, había llegado a Tarapacá, rendida y fatigada, la mañana del día antes, 26; cuando, en atención a los muy pocos recursos que pudo ofrecer la pequeña aldea de Tarapacá, era preciso ya salir de allí. Sin embargo, para dar un día a lo menos de reposo a esta división, que literalmente no se tenía de pie, se hizo salir adelante una división de 1,400 hombres (la que luego volvió desde Pachica), aplazando la salida del resto del ejército para las últimas horas del día después, 27.
Por consiguiente, la mañana del 27, casi en el momento de emprender la desastrosa marcha, que tenía todo el aspecto e importancia de una fuga —pues sino del enemigo, huían de las privaciones del desierto— el pequeño ejército del Perú hallábase aún como lo vimos al alejarse de las faldas de San Francisco, en estado de completa desorganización. Salvo pocas excepciones, puede decirse que no había oficiales: los que no habían desertado después de los hechos de San Francisco, habían perdido todo prestigio ante sus soldados, los cuales no podían dejar de reprocharles su mala conducta del día 19, delante del enemigo. Había, es verdad, unos cuantos oficiales que, por sí mismos muy dignos de consideración, todavía conservaban su propia autoridad, como Buendía, Suárez, Cáceres, Bolognesi y Ríos que mandaba la división que había llegado de Iquique, y otros de igual mérito: pero, si con sus esfuerzos podían conseguir mantener unida aquella gente (lo que no era poco en aquellas circunstancias, y que hubiera sido imposible con soldados menos buenos), no eran suficientes para atender a todo, y para levantar el espíritu de aquellos hombres que, después de haberse visto tan mal dirigidos y guiados y hasta cierto punto víctimas de la traición de sus jefes más inmediatos, se veían todavía rodeados de dificultades y privaciones de todo género, con la terrible perspectiva más o menos próxima de tener que sufrir el hambre más espantosa quien sabe por cuantos días. Disciplina, por consiguiente, tenían poca o ninguna; y exceptuando el hecho de permanecer todos juntos, de no desertar, cada uno tenía tácitamente la facultad de obrar a su albedrío.
Como prueba de cuanto antecede baste saber, que no hacían ninguna de las tantas operaciones propias a un ejército en campaña, ni aun las que tan imperiosamente exigía su misma seguridad personal. Nadie pensaba al enemigo que dejaban a las espaldas, y que debían suponer ocupado en su persecución: Vivían en el mayor olvido de todo, sin avanzadas, sin patrullas de inspección y sin tener ni aun siquiera una centinela que pudiera avisarles su llegada, en el caso nada improbable de que esto llegase a suceder. Y aquí hay que advertir, que situada la pequeña aldea de Tarapacá en el fondo de un estrecho valle, cuya mayor anchura no pasa de un kilómetro, entre dos cadenas de cerros elevados y escabrosos, su situación debía necesariamente ser de las más críticas y difíciles en el caso de una sorpresa por parte del enemigo, el cual podía ocupar sin ser apercibido las alturas de los cerros, como efectivamente sucedió la mañana del 27, y desde allí fusilarlos a mansalva, antes que tuvieran tiempo de salir de aquella especie de profundo canal en que se encontraban (3).
Esta circunstancia era precisamente la que fortalecía más la confianza que abrigaba el ejército chileno de hacerlos prisioneros a poca costa, pareciéndole, y no sin razón, casi imposible toda tentativa de resistencia, una vez que se hubiesen dejado sorprender en Tarapacá, aun independientemente de toda otra consideración.
Como la sorpresa sucediera, y como los peruanos encontraron medio de salir de su difícil y casi desesperada situación, lo sabremos por el escritor chileno tantas veces citado.
“Hallábase el Coronel Suárez bajo un corredor, firmando una papeleta para distribuir unas pocas libras de carne de llama al batallan Iquique –35 libras por batallón– cuando, apeándose de sus mulas tres arrieros que habían salido en la mañana a sus quehaceres por los cerros del oriente, corrieron a decirle que el enemigo coronaba las alturas por el lado opuesto. Y no habían aquellos acabado de hablar, cuando otro arriero revolvía del camino de Iquique con la misma terrible noticia… Eran las nueve y media de la mañana del 27 de noviembre cuando oyóse en todos los cuarteles y puntos de hospedaje del bajio el bronco sonar de las cajas de guerra que tocaban generala… alistáronse todos, sin acuerdo previo, para salir de la ratonera en que estaban metidos, dominando a un mismo tiempo las alturas del suroeste y del noroeste que emparedaban la quebrada como hondo cementerio… No había por allí senderos practicables, pero los soldados alentados generosamente por sus oficiales, trepaban los farellones a manera de gamos, apoyándose en sus rifles… El Coronel Suarez, Jefe del Estado Mayor, esta vez como en todas las precedentes iba adelante, y su ágil caballo blanco, encorvándose en la ladera para afianzar sus cascos y su avance, era el punto de mira de todo el ejército electrizado por el ejemplo. Eran las diez de la mañana, y la terrible batalla de Tarapacá que fue propiamente una serie de batallas en un mismo Campo Santo, iba a comenzar (4).”
El soldado peruano probó una vez más, en la sangrienta lucha de Tarapacá, como en los tiempos de la guerra de la independencia, sus excelentes cualidades personales, y lo mucho que se podría conseguir de él si tuviese una buena oficialidad. Sorprendido por el enemigo cuando menos se lo esperaba, casi encerrado en un foso sin salida, y cuando por sus excepcionales condiciones del momento, así materiales como morales, debía necesariamente encontrarse tan débil de ánimo como de cuerpo, supo, no solamente salir del foso para ponerse enfrente de un enemigo que lo dominaba y fusilaba a discreción, sino también combatir valerosamente durante largas horas, y conseguir una victoria tan espléndida como inesperada. Para obtener todo esto, no pudo contar más que sobre su valor personal, sostenido apenas por el ejemplo y la voz de un pequeño número de buenos oficiales. Sin artillería y sin caballería, de que el enemigo estaba abundantemente provisto, sin plan de batalla y sin hallarse confortado por alimentos buenos y suficientes (habiendo sido sorprendido mientras se estaba preparando el mezquino rancho, al cual estaba reducido desde algún tiempo), el soldado peruano se adelantó intrépido y resuelto contra el enemigo; lo fue a buscar hasta dentro de sus mismas posiciones, que estaban defendidas por diez buenos cañones y por las bien aprovechadas asperezas del suelo; y luchando cuerpo a cuerpo, en un encarnizado combate varias veces suspendido, para tomar aliento y volverlo a empeñar cada vez con vigor siempre creciente, le tomó sus cañones y sus banderas, lo desalojó de sus posiciones, y lo hizo retroceder varias millas en completa derrota. Si el soldado peruano hubiese tenido todavía a su disposición, suficientes cartuchos para seguir haciendo fuego diez minutos más, la jornada hubiera concluido con la pérdida completa e inevitable de toda la gruesa división chilena (5).
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